7.13.2010

Mi hermano peruano


El sol apenas había pasado su cenit, el día parecía feriado, las calles estaban vacías a pesar que corría un viento calido de este.
Lo conocí en una esquina, a pocos metros de uno de los bares más respetados de la ciudad andina, la que alguna vez fue el “ombligo del mundo”.  De aquel lugar había sido expulsado por uno de los mozos después de que un cliente extranjero discutiera con él y lo tachara de “drunk”.
Era pequeño, de pelo corto y rostro curtido.  Vestía ropas viejas (limpias y en buen estado), un chaleco color caqui, un pantalón que le quedaba holgado.  No me imagino a que se dedicaba, quizá su único trabajo consistía en estirar la mano y esperar unas cuantas monedas.
Salió del lugar prácticamente empujado por el mozo, recuerdo su camisa negra como una gran sombra a espaldas de aquel pequeño hombre.  Con el rostro lleno de lágrimas cruzó la calle, hasta la mencionada esquina, mi esquina.
Se acercó, certero, directo, de frente; no como quien vienen a pedirte una moneda, sino como un niño que corre asustado a unos brazos amigos.  Rondaba los cuarenta años, o quizás un poco más, no se distinguir la edad en los rostros andinos.  Su cuerpo era un poco encorvado, los hombros tirados hacia delante, como si llevara la pesada mano del destino a sus espaldas.
Sus primeras palabras solo fueron un llanto, una bocanada que terminó en una mueca de dolor.  Pasado unos segundos, ese dolor también se hizo mío.
--“Mi señora… hospital…” pudo decir mientras tragaba su angustia.
--“¿Necesitas dinero?” pregunté.
Él estiró su mano, pienso que en un acto reflejo.  Yo busqué en mi billetera todas las monedas que tenía… talvez siete u ocho soles en total.  Se las di en un manojo, un puñado metálico que hizo un ruido seco… pero él no soltó mi mano.
Se había encorvado más que antes, tenía mi mano entre las suyas.  Con un gesto lento y respetuoso, se llevó mis nudillos a su frente y allí retuvo mi mano hasta que sentí la humedad de sus lágrimas mojar mi mano.
--“Mis hijos…” talvez dijo, o eso creí escuchar.
Pocas veces he visto en mi vida tanto dolor y tanta angustia.  Tanta necesidad de afecto y comprensión.  Aquel hombre difícilmente podía caminar, como he dicho, cargaba en sus hombros la pesada mano del destino.
Fue un segundo, sentí que lo tenía que hacer y lo hice.
Lo traje entre mis brazos y lo abracé fuertemente.  Mentiría si dijera que se resistió.  En mis brazos su torso era más pequeño, más frágil y hasta huesudo.  Lo rodeé con ambas manos, pero era como abrazar el aire.  Él no intentó devolver el abrazo, pienso yo que me guardaba algún tipo de respeto, o quizás estuviese asustado.
En ese momento rompió a llorar, sus piernas se aflojaron un poco, pero yo estaba allí para sostenerlo.  Lloró tanto y casi a gritos, sus mocos húmedos se pegaron en mi remera (lo sabía y no importaba).
La angustia salió expulsada de su pecho, lo pude sentir casi arañando el mío.  Saben a que me refiero, es un momento de liberación, de desahogo, es casi como un orgasmo.
Finalmente me abrazó, y con un llanto más contenido me dijo:
--“Gracias, gracias… te amo hermano.  Nunca voy a olvidar lo que hiciste por mí”.
Lo separé un poco de mis brazos y pude verlo más fuerte, con la mirada un poco más alta.  Le di la mano, le deseé suerte, y le dije que fuera al hospital y le diera un abrazo igual a su señora.
Hice unos pasos y me fui, lo dejé en la esquina, parado, mirándome igual que antes, pero un poco mas erguido, el peso en su espalda era mucho más pequeño.  Caminé unos metros, cuando volteé ya no estaba.   Aquel hombre me había dejado un hueco en el pecho, se había llevado algo de mí (más bien pienso que se lo regalé en aquel abrazo).  A los minutos yo ya estaba bien, las lágrimas en mi remera ya se han lavado.  Ojala lo que haya dado, aún lo conserve aquel hombre.

Sus palabras son las que me persiguen hasta hoy “Te amo hermano.  Nunca voy a olvidar lo que hiciste por mí”.  Les juro, que estas palabras son verdaderas.  Hoy me siguen porque aún quiero entenderlas.
Si bien es bastante raro que un extraño te abrace en la calle, más raro es decirle que lo amas.  ¿No?  Eso me conmovió, eso lo entendí como una señal.  Como el premio de algo que estaba haciendo bien.
Y mi otra pregunta es “¿que hice por él?”, ¿acaso fue darle un abrazo?  Creo que fue mucho más que eso, lo traté como persona.  Me preocupé por él, lo miré a los ojos y lo abracé.  Eso era lo que realmente él necesitaba, y no el dinero.

Estamos demasiado apegados a lo material, y muchas veces creemos que soluciona nuestras mayores carencias afectivas.  Mejor dicho de este modo: Damos dinero a algún desconocido porque dentro nuestro pensamos “¡que buena persona que soy, que altruista!”.  Pero en realidad lo que hacemos es pagar una falsa sensación de superioridad.  ¡Hipócritas!  Y por el otro lado, por quien estira la mano para pedirlo, piensa “Estoy en mi derecho, me lo merezco por no ser tan afortunado”.
Y así sigue el círculo, ambas partes ganan.  No cuesta nada cambiar un poco de dinero por superioridad, y un poco de lástima por dinero.
El dinero como dádiva no soluciona nada.

Piensen que hay gente que esta mal, que sus carencias no son económicas sino afectivas.  Que lo único que necesitan es un abrazo, que todos y cada uno de nosotros se lo podemos dar, pero que ninguno de nosotros siquiera nos detenemos a mirarlos, porque los consideramos basura.  Piense cuantas veces se han sacado un problema con dinero.  Cuantas veces mandaron un regalo para no ir personalmente.  Cuantas veces llegaron tarde a buscar a sus hijos y lo compensaron en su mesada.  Cuantas veces para arreglarse con su novia le terminaron comprando algo bonito.  Es exactamente lo mismo, la misma clase de hipocresía.

Desde la distancia, antes del olvido, quiero hablarte a ti querido amigo.  Talvez tus lágrimas me acongojaron, pero quiero decirte que también te amo, que mi abrazo fue sincero, que yo tampoco nunca me voy a olvidar de ti.
Me has enseñado a ser mejor persona, y me has acercado un poco más a la “tan buscada respuesta”.

Gracias hermano.  

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