7.15.2010

Breve historia de la intolerancia


“La intolerancia religiosa nació inevitablemente con la fe en un único dios”.
Sigmund Freud.

Había una vez, cerca del mar mediterráneo (lo que ocupaba Roma y Grecia en aquel entonces), una civilización donde todos los dioses tenían un lugar.  Había un panteón para Zeus, otro para Afrodita, otro para Neptuno.  Y cada habitante, tenía el derecho a adorar a quien quisiera, del modo que quisieran.  Le llevaban comida, oraban y hacían los rituales correspondieres para aplacar la ira de de sus dioses.  Incluso, los tributos podían ser sexuales y hasta orgiásticos (cabe recordar las Afrodisis).
No solo había dioses físicos u antropomórficos, también se podía adorar a un árbol, a una roca, a un río, incluso había un templo para adorar “al dios desconocido”, aquél que sin saber su nombre, también existía.
Se podría creer en uno o muchos dioses, o simplemente, no se creía en ninguno.  Y el César no castigaba a nadie por ello.  El César no era el hijo de ningún Dios, no representaba a ninguna iglesia o religión, no había unión entre religión y estado.
Ésta fue la era del politeísmo, donde todas las religiones y creencias convivían sin roses ni envidias.  Los paganos, rogaban salud y felicidad, oraban por justicia y misericordia.  No dictaban a los demás, que dios adorar ni que sacrificios hacerle.  Ningún dios, exigía la muerte de ningún hombre.

Pasado algunos años, al comienzo de nuestra era, después de la muerte de un Nazareno, algunos habitantes comenzaron a adorarlo como “el hijo de dios”.
Este grupo se hizo cada vez más grande, y su carácter violento llevó a varios conflictos sociales.  Promulgaban que había un sólo dios, el que ellos adoraban.  En palabras de Zacarías “no son dioses”, o peor aún “son demonios” en palabras del apóstol Pablo.
Para los primeros monoteístas, la posibilidad de elección no es más que una oportunidad para el error.
Los primeros rigoristas, fanáticos o “soldados cristianos”, recorrían las calles con palos y garrotes golpeando a cualquiera que adora los demás dioses.  Destruían los templos, rompían las estatuas y quemaban las casas de quien se les opusiera.  Dios, exigía la muerte de judíos, herejes y paganos.
El césar, buscando una tregua los llamó a su presencia y les preguntó: “como se llama vuestro dios, haremos un templo para que puedan adorarlo pacíficamente”.  Ellos respondieron “nuestro dios no tiene nombre, es único, es Dios”.  Y así el sustantivo se convirtió en nombre con D mayúscula.

Esta proto-religión que comenzaba a florecer (y tendría su ápice en la promulga de Constantino, s.IV), tenía una gran diferencia respecto a las otras: la personificación del mal, un personaje grotesco, llamado Belcebú, lucifer, o simplemente “diablo”.  Además de todas las inequidades que una mente perversa pudiera imaginar, este demonio tenía el peor de los pecados que se pudiera cometer en esas tierras: la traición.

Las religiones hasta ese momento no tenían en sus cosmogonías un símbolo tan claro de la maldad.  Los griegos creían que el bien y el mal formaban parte del alma humana, por ello sus dioses también eran humanos (con los mismos deseos, las mismas inequidades, la misma bondad o maldad).  Otras creencias más antiguas también avalaban este principio (allí está el Indostan que derivó siglos después en el Budismo).  Incluso en culturas más antiguas (egipcia, maya, inca) los dioses tenían atributos, obligaciones, jurisdicciones, pero nunca había una diferencia moral.  Por ejemplo, Afrodita y Ares eran los dioses del amor y de la guerra respectivamente, no había uno mejor que otro, no había bien y mal.

El problema yace en que un pensamiento tan totalitario y rigorista, tarde o temprano termina generando intolerancia.  Creer que hay un bien y mal absoluto, mentalmente nos posiciona en que formamos parte del “bien”, y por ende cualquier pensamiento contrario al nuestro, forma parte del “mal”.
El “bien” lo conforma la familia, la Iglesia, las santas escrituras, los hijos, Dios y el amor tradicional hombre-mujer.  El “mal” está corporizado por todo lo demás.
Además, el rigorismo religioso casi al borde del fanatismo, obliga a sus seguidores a destruir los demonios y dedicar sus vidas a una guerra santa.

Lamento deciros, que la guerra no está en otro lado que en vuestras cabezas.  Que el demonio, al que tanto le tienen miedo lo inventaron ustedes.  Que vivir con miedo no deja desarrollar plenamente el alma.  Que la polarización del ideas, solo lleva al odio.

Entiendan que hay tantos dioses como personas hay en el planeta.  Entiendan que cada uno de nosotros lo adora como creemos conveniente, y muchos estamos seguros, que el mejor modo es siendo felices.

Él, sólo quiere que seamos felices.

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