4.08.2012

Una noche de otoño.


Suelo no escribir cuentos, no soy bueno con las moralejas.  Pero esto sucedió en verdad, y de un modo extraño.  El destino a veces muestra el camino con cierta ironía.  Para Borges, Dios jugaba con los hombres.  El director de la Biblioteca Nacional estaba ciego, al igual que el creador del telescopio.  El mejor músico de todos los tiempos era sordo.  La persona que más habló de amor al prójimo, murió crucificada; un día como hoy, hace casi dos mil años.
Es la “magnífica ironía” de Dios.

Por un momento creo haber percibido su agridulce humor, y quiero contarles como.


Había una vez...

Viernes de otoño.  La modorra del feriado no se iba.  Había quedado con una amiga para vernos aquella noche... y estaba llegando tarde. Siempre lo hago.  Es tan mala costumbre que hasta a mí ya me molesta, la estoy tratando de corregir.  Pero al hacerlo entro en conflicto con unas de mis primeras enmiendas: “No hay tarde ni temprano, siempre es el momento justo”.  La mente justifica todo, y casi siempre me convence, así que no me apuré.
Salí de casa y me detuve en la esquina frente a Patio Olmos.  Respiré profundo un par de veces, quería llenar los pulmones con el olor al agua fresca.  Hace un mes que esa fuente está en medio de la calle y aporta cierto cáliz surrealista al lugar.  Escucho el ruido del agua por las noches.  Siempre me gustaron las fuentes.
Esa vieja tradición de tirar monedas en los pozos de agua proviene desde antes del cristianismo.  Una vieja tradición pagana donde se ofrecía un tributo al dios del agua.
Yo comparto esta idea.  Para los astrólogos, yo soy agua.

Allí me percato del silencio, ¡no había nadie en el centro!  Salvo unas cuantas personas, las que habría un domingo a las tres de la madrugada... digamos nadie.  Todas las calles estaban cortadas.  Junto al ruido del agua, una música triste y lúgubre sonaba de fondo.  Pretendía ser épica con golpes de bombo, pero solo era triste.  

Me ajusto la mochila y comienzo a subir por Yrigoyen en dirección a Plaza España.  Siempre por el medio de la calle, es uno de los pequeños gustos que me doy cuando el centro está cortado.  Ah, y no les dije:  todas las luces estaban apagadas.  

Yrigoyen era “una boca de lobo” diría mi tía.  No había autos, ni luces, ni gente y sonaba aquella música como las del cine de suspenso.  A lo lejos, cien metros delante, se recortaba la silueta de una multitud de personas, cientos, quizás miles. Con su mirada en alto, sin decir ni pronunciar palabra alguna, parecían “zombies”.  Se habían convocado en la esquina de Obispo Trejo, y no sabía porqué.  Me ajusto un poco más la mochila y trato de flanquear a la multitud por la derecha.  Me es imposible, toda esa gente está agolpada a las puertas del Obispado de Córdoba.  
Desisto.  Vuelvo hacia atrás, cruzo cerca de unos jóvenes que miraban perplejos algo por sobre mi cabeza.  Todos tenían su mirada perdida, como hipnotizados.  Muchas personas mayores, pero también habían jóvenes y familias completas.  Nadie hablaba, nadie se movía.  Sólo miraban.

Sobre el frente del Obispado, unos tres largos pendones de tela blanca colgaban sobre la línea de los balcones.  Sobre los lienzos, a modo de cine, se proyectaban ciertas imágenes alusivas a la pasión de Cristo y su calvario.  Sus imágenes me recordaron mi niñez católica y la importancia que esa religión le da al Vía Crucis.  Allí estaba el Cristo llevando su cruz hasta el Gólgota.  Y apareciendo José de Arimatea (o El Sirineo, no recuerdo bien), para ayudarlo a cargarla.  A cada imagen de dolor correspondía un golpe musical.  Sentía cada imagen como un golpe al alma.  Lo digo siempre y lo repito una vez más:  La vida de Jesús me da mucha pena y dolor; no puedo seguir una religión que me entristece, que me pone mal.  Por eso sigo buscando a Dios por otros modos.

“Mirá... en el balcón!”, susurró una mujer a su marido.  Figuras de actores vestidos de negro caminaba de un lado a otro, se asomaban de a turnos por las ventanas, como los títeres de un teatro.

¡Suficiente! Tenía que salir de esa gente, escapar del dolor.  Era como una sombra lúgubre que trataba de retenerme.  Lo primero que pienso: “¡Acá hay chicos!, ¡¿como pueden mostrarles tanto dolor?!”  Me abro paso con algunas disculpas y ni bien salgo de la gente apuro el trote.  Yrigoyen es una calle en subida, unos metros más adelante volteo para tener un mejor ángulo de la situación.  Y allí lo entendí.

Todas aquellas personas estaban viendo un juego de sombras.  Falsas proyecciones de figuras, dibujos, cuadros, actores manejados como títeres... nada real.  Para Platón, aquello era el Mito de la Caverna. Y entendí que tenía que seguir caminando, no podía hacer nada por ellos.

Plantón, cuenta en la República que un grupo de personas vive su existencia atrapados en el fondo de una caverna.  Allí pasan todas sus vidas sentados, atados de pies y manos, viendo un extraño juego de sombras que se proyectan en una de las paredes.  Ellos creen que esas imágenes son reales, ya que las vieron toda su vida.  Pero la realidad está muy lejos de aquel lugar.
Los Amos de la Caverna juegan con las sombras, con las ideas.  Nos dicen que pensar y que hacer.  Se ponen frente a una luz y con pequeñas marionetas entretienen a la gente.  Y la gente así, se convierte en marioneta.
Me sentí bien escapando de aquel lugar.

Yrigoyen seguía a oscuras, tan solitaria como dos cuadras atrás.  Como he dicho, me gusta caminar por el medio de la calle.  Bien por el medio... pisando la línea punteada.  Me da cierta idea de equilibrio, de armonía.  Cuando camino me siento como kung-fu, como Sócrates, como el Buddha, incluso como el Cristo.  Todos caminaron mucho y encontraron su iluminación caminando.

Me hago presente.  Siento en mi rostro una brisa fresca que viene desde el sur.  La luna llena acaba de salir y aun conserva su gran tamaño y su color anaranjado.  A mi izquierda, la torre de los Capuchinos se recorta junto a algunas estrellas.  Nunca me pareció estar tan cerca de París.
No había autos, como he dicho, tampoco gente.  Solo el ronroneo lejano de la ciudad, mi respiración profunda y el ruido opaco de los cascos de un caballo.

Directo a mí, a cien metros, venía un carro de ciruja tirado por un tobiano.  Su figura se recortaba por algunas luces lejanas.  Venía por el medio de la calle, igual que lo hacía yo.  Clac, clac, clac... Bajando por Yrigoyen, en medio de la oscuridad.  Clac, clac...  Un carro de madera deslucido y percutido por el tiempo.  Clac... Encima del carro venía un persona parada recta, mirando el horizonte.
Clac...
Era Jesús.

Tengo que confesar que ya se estaba poniendo feo.  Si bien me gusta el surrealismo, también me asusta un poco.  Encontrarme a Jesús un viernes en Nueva Córdoba (frente al Farmacity) no es mi idea de la iluminación (Como el Farmacity tampoco es mi idea del Paraíso, por más luces que les pongan).

Jesús venía parado en la caja del carro, mientras un humilde cochero golpeaba las riendas de un caballo viejo.  A su derecha e izquierda, veían sendos policías de uniforme.  Pienso que uno de ellos cumplía su rol de Buen Policía, y el otro de Mal Policía (¡!). Me divierte la metáfora.

Un Jesús moreno, de treinta y tantos años extendía los brazos tratando de no perder el equilibrio.  Vestía algunas túnicas viejas de colores oscuros y una remera blanca.  Se acomodó la barba ni bien cruzó San Lorenzo.  Tampoco era real.  

Siguió unas cuadras y llegó a las puertas del Obispado.  El grupo de personas que seguía en trance tardó en responder con aplausos.  La Parusía, la promesa de la reencarnación finalmente les había llegado.  El Hijo de Dios volvía para liberar a los creyentes.
Yo no pude ayudar a aquella gente, y salí corriendo.  Quizás, él si pueda.
Ojalá.

Volví al centro de la calle y seguí rumbo a parque.  Con más firmeza que antes.  Con paso seguro sabiendo que más adelante me encontraré al Verdadero.  Quizás a la vuelta de Plaza España.


Moraleja

Aquel Cristo (me enteré después), fue vapuleado, humillado, tirado al piso, azotado... le pusieron una corona de espinas y lo obligaron a cargar la Cruz hasta la Plaza San Martín donde finalmente fue crucificado.  Pidió a Dios que nos perdonara, como todos los años.  Ese es el fin de toda esta pantomima.  Todo esto sucedió frente a una multitud de personas que le aman y le adoran como a un Dios.  No quiero imaginarme lo que le harán al Diablo cuando lo encuentren.

Como todos los años, nadie le ayudó.  Es necesario que alguien pague por nuestras culpas.  Una vez muerto, los fieles volvieron a sus casas felices, con la fe renovada hasta el año siguiente.

También fue una noche feliz para mí.
Bailé descalzo en el pasto, canté, me reí mucho.  Aprendí un poco más del amor y fui libre bajo la luna.

J.-

4.02.2012

La No-Mente


El estudio comparado de religiones nos muestra que hay ciertos principios unificadores en todas ellas.  Principios que son universales en todo el mundo.  La primera, la creencia en la existencia de un dios.  Segundo, la creencia en la existencia de un espíritu divino (o alma).  Tercero, la creencia en que este espíritu se une a Dios después de un trabajo interno.
De esto hablan todas las religiones del mundo, todos los libros sagrados tratan alguno de estos aspectos.  Solo que el modo de plantearlo está muy anclado a las tradiciones locales (y milenarias), contado con metáforas y parábolas que dificultan su comprensión, solamente accesible a personas con cierto poder de abstracción.
¿Y porque es así? Porque para entender a dios, hay que pensar en abstracto... o dicho de otro modo:  no hay que pensarlo.  Lo que le voy a contar, no trate de razonarlo.  Vívalo.

En este ensayo propongo, con una nueva parábola, comprender este proceso al que oriente llama “iluminación”.


El primer hombre

Particularmente no creo en el mito de Adán y Eva, tan difundido por las religiones occidentales.  Digamos, que simpatizo más con Darwin, hasta cierto punto.  El hombre viene del mono, ponele.  Creo que el primer hombre (como entidad pensante) surge dentro de los primeros homínidos, cuando nace en él la pregunta “¿Donde estoy?”, “¿QUIEN SOY?”
Ese primer hombre se sintió solo, hasta aquel momento nunca había sentido tal sensación.  Sus ancestros, los animales, no tenían esa preocupación.  Simplemente seguían sus instintos.  Dormían cuando tenían que dormir, cazaban cuando tenían hambre.  Copulaban porque se sentían “enamorados”.
Ellos estaban en armonía.  Eran felices.
Y el hombre se vio distinto, porque él era infeliz.  Se preguntaba cosas, y trataba de entenderlas.  Aquí surge el hombre como entidad, y con él, el primer sentimiento de incomodidad, de dolencia, de “separatividad”.

El mito de Adán y Eva es una metáfora.  La pareja es desterrada del paraíso cuando prueba del Árbol de Conocimiento.  A partir de ese momento, se verán desnudos, frágiles, temerosos.  Y se separan de la felicidad para conocer el dolor y el sufrimiento.
Conservemos esta idea.


La Mente y el Tiempo

La mente es una herramienta.  Surge en la evolucíon de las especies para ayudarlas a desenvolverse en el entorno.  La mente no es más que una serie de procesos asociativos entre la memoria y la capacidad de proyectar esas experiencias a futuro.  Es, digamos, una especie de “algoritmo” (término usado en programación) para generar “imágenes” a partir de la inserción de ciertos datos.

La mente funciona por “comparatividad”.  Para entender algo tiene que contrastarlo con lo que no es.  Por ejemplo, para saber que una personas es “alta”, debemos ponerla junto a una persona “baja”.  La mente no entiende de similudes, simplemente ve lo “diferente” y determina que una es mayor a la otra, y les pone nombre: alto y bajo.  El don que le da Dios a Adán para nombrar a los animales, es justamente la mente.

Junto con la mente, surge El Tiempo.  Antes de él, los animales vivían en un eterno presente.  No les importaba que día de la semana era, ni si había luna llena o no.  Ni si quiera les importaba el año.  Ni si quiera les importaba que fuera de día o de noche.
El Tiempo (como noción psicológica) surge en el hombre.  Y la mente, en su capacidad dual determina que todo lo vivido es pasado, y lo que vamos a vivir, futuro.


¿Que es la Mente?

Imaginemos un lugar lleno de gente, un bar o un boliche nocturno.  Imaginemos que este lugar es nuestra mente.  En la pista, hay muchas personas con distintas actitudes y comportamientos, que tienen distintos intereses, y hablan de distintas cosas.
Cada una de estás personas es un proyección de nosotros mismos.  En aquel lugar hay músicos, artistas, empresarios y corredores de bolsa.  Padres, madres e hijos.  Futbolistas, carpinteros, filósofos, budistas, cristianos, nudistas, hippes, políticos, licenciados, doctores, enamorados, y un largo etcétera.
Cada persona que conocimos en la vida hizo una proyección dentro de nuestra mente.  Una proyección de nosotros mismos ocupando ese rol.  
Por ejemplo, en este boliche que llamamos mente,  siempre habrá una proyección de nuestros padres (o varias de ellas), diciéndonos que tenemos que hacer y como.  Y habrá también una proyección de nosotros mismos como hijos, discutiendo sus principios, reclamando libertad.
Por cada pensamiento, por cada persona que haz conocido, la mente proyecta una imagen y la enfrenta con su contrario, con su antagonista, con su “complemento”.

Y del mismo modo que en el mundo real, algunas voces se impondrán ante otras gritando, mintiendo o haciéndose daño.  Algunas voces luchan por imponerse tan duramente que producen mucho sufrimiento, en algunos casos, tanto que pueden terminar con la vida de su portador.

¿De que habla toda esta gente en el boliche?.  Hablan de El Tiempo.  De lo que fueron antes, y de lo que quieren ser en el futuro.  Algunos cuentan viejas historias del secundario, otros se jactan de sus estudios en medicina.  Hay quienes relatan sus viajes, sus negocios, sus conquistas amorosas.  Hay otros que sueñan con viajar por el mundo, enamorarse, ser felices.  Pasado y futuro.
Están aquellos viejos amores reclamando un poco más de atención, recordándote una y otra vez tus errores y el sufrimiento que le has producido.  Están tus padres, tan jóvenes como cuando vos eras chico, aún diciéndote lo que tienes que hacer.  Pero también están tus otros padres, los actuales, que te ven como un igual y piden tu consejo.

Esto es la mente.  Ese barullo que hace la gente en los lugares, ese ruido creado por mil voces anónimas.  Esos fragmentos de diálogo que escuchamos porque alguien grita más fuerte, esos son nuestros pensamientos.
En este lugar nacimos.  No conocemos nada más que esto.  Estamos identificados con la mente.  Estamos pagando aún el precio del Conocimiento.  Se nos dió un gran poder y no podemos dominarlo.  Y cada vez, hay más gente dentro de este lugar.

Cuando eramos chicos, en nuestra mente había solo algunas pocas proyecciones.  La de nuestros padres, la de nuestros tíos y quizás algún hermano.  Mientras crecemos, nuevas personas incitarán en nosotros nuevos pensamientos.  Y cada año, con cada nueva escuela, con cada nuevo amor, con cada nuevo trabajo; tendremos más nuevas ideas, nuevos principios, nuevas búsquedas y nuevos objetivos.  Cambiamos.  Nos movemos.  Estamos vivos.


El primer miedo

Recordemos el dolor que sintió el primer hombre al preguntarse “¿Quien soy?”.  Ese dolor a la “separatividad” (que Tolle llama “el cuerpo del dolor”) nunca desapareció, sigue estando presente en nuestra mente como una angustia leve, como un ruido de fondo, como la música triste que suena en el boliche.
Cada uno de nuestros pensamientos, cada una de aquellas proyecciones, va a reaccionar de distinto modo ante ese sentimiento.  Algunas gritarán mas fuerte, otros se darán a los placeres del sexo y de los vicios.  Otros ostentarán riquezas, viajes, amores conquistados.  Otros simplemente se volverán locos y buscarán auto-destruirse.
Porque como he dicho, somos seres infelices.


¿Que es la felicidad?

Hay dos tipos de felicidad: una breve y pasajera, y otra profunda y eterna.

La felicidad breve es la que está asociada a la supresión momentánea de una necesidad.  Volvamos al ejemplo del boliche, imaginemos que en él hay ciertas personas que quieren tener una gran empleo.  Este empleo es necesario para sentirse importante, ya que con él calma momentáneamente ese ruido de fondo que llamamos “separatividad”.  Consigue el empleo, se siente pleno, realizado.  Olvida por un tiempo su miedo.  Comienza a compartir su felicidad con otros pensamientos dentro del boliche.  Es feliz.  Pero después de un tiempo se aburre, vuelve a sentir esa misma incomodidad, y va a desear tener un nuevo empleo, mejor que el actual, para que lo haga nuevamente feliz.  Y con ese deseo, puesto en un futuro incierto, alimenta su propia infelicidad actual.

Grandes infelicidades, van a traer grandes deseos.  Y grandes deseos producen grandes infelicidades.  Está aquel que piensa trabajar toda su vida para disfrutar los pocos años de jubilación.  Están aquellos que quieren casarse para formar una familia y allí encontrar la felicidad.  Están los otros que trabajan por una casa propia, por un premio, por un título, por un mundo mejor.
Siempre proyectamos la felicidad en el futuro.  Y si la felicidad está en futuro, no está en el presente.

A veces, algunos pensamientos toman el control porque son más fuertes.  Pensamientos que están llenos de prejuicios y miedos.  Vivimos sus vidas, los hacemos realidad.  Los transformamos en nuestra personalidad, la que mostramos a los otros.  Los hacemos crecer, y se hacen más fuertes aún.  Entonces destierran a los otros pensamientos, los que se le oponen, y los mandan a los rincones de la pista, a la zona oscura, al “subconsciente”.
Según Freud, estos pensamientos reprimidos en el subconsciente comienzan a sabotear el control, quieren expresarse, y lo harán de modos rebuscados y confusos que dañen a la personalidad.
En la mente, todo es sufrimiento.

Hay otro tipo de felicidad que no tiene que ver con la conquista material y el deseo, es la felicidad libre del tiempo, la Felicidad Eterna.  De esta felicidad hablan todas las religiones del mundo.  Algunas la llaman Nirvana, Dios, el Uno, el Cristo, personalmente me gusta llamarlo Amor.  
Esta felicidad no está dentro del boliche, porque no está dentro de nuestra mente.  Este tipo de felicidad consiste en rechazar la manipulación de la mente y volver a ese estado de armonía que teníamos antes de la “separatividad”, en el paraíso de Adán y Eva.


La No-Mente.  

Dicen las viejas tradiciones, que en este boliche hay una puerta que conduce a otro lado.  No la puerta por la que entran los nuevos pensamientos de nuestra vida en la forma de nuevas proyecciones, esa puerta es solo para lo que entra del exterior.  Hay otra puerta, una puerta oculta, solamente para que nosotros salgamos de allí.
Es difícil encontrar esa puerta, el lugar es oscuro y hay demasiado ruido en él.  Ninguno de los pensamientos cree en ello, están más preocupados en hablar del pasado y el futuro, en las cosas que quieren y las que desean.  Para encontrar la puerta hay que silenciar el lugar, callar a todos los pensamientos, iluminar el boliche y buscarla a “consciencia”.

Hay una serie de pasos a seguir, que están nombrados y practicados por todas las religiones del mundo.  El primero de ellos consiste en el control de la “puerta de entrada”.  Saber que nuevos pensamientos tenemos, que nuevas ideas nos invaden.  Ser consciente de nuestro “movimiento” mental.  Si es difícil acallar un lugar con cientos de personas, imagínese si todo el tiempo entrara gente nueva.  Cerrar la puerta al exterior.
Eso es lo que hacían los yoguis de la india, los Brahmanes, los ermitaños, los druidas, lo monjes enclaustrados.  Aislarse del mundo para poder enfrentar el “ruido” interno.  

El segundo paso es enfrentar cada uno de los pensamientos.  Cada proyección en nuestra mente desea algo, quiere algo en el futuro.  No podemos seguir dándoselo, porque cada vez las tareas son más arduas y los deseos más grandes.  Y ese deseo que crece, muestra la infelicidad actual.  
El único modo de calmar a los pensamientos es mostrándoles que se puede ser feliz en el presente.  Ser ahora, vivir el ahora es la clave de la felicidad.  El Buddha lo llamó “la supresión del deseo”.  Piense sobre ello.

El tercer paso es el control de todos los pensamientos, el silencio absoluto.  Todas las religiones tienen algún rito donde es clave la meditación para conectarnos con nuestro interior.  Para algunas es el rezo, para otras el yoga.  En esta introspección calmada y profunda, intentamos callar los murmullos, mantener el control de la mente y aceptarla como és.  
Cuando logramos esto, escucharemos el ruido de fondo, esa triste música que suena en el lugar.  
Ese es el sentimiento de “separatividad”, que es nuestra propia mente.
Esa es la puerta.

El cuarto paso es enfrentar el miedo a la separatividad, enfrentar al Ego.  El miedo a la muerte.  Este miedo no es un pensamiento, es más bien una angustia.  Se supera con presente (ya que forma parte de la mente) y con aceptación.  La aceptación es gratitud.
La gratitud es la llave.
La puerta se abre.


¿Que hay detrás de la puerta?

No lo sé.  Y quizás casi nadie lo sepa.  Solo algunos iluminados que han podido cruzar esa puerta nos han dejado algunas enseñanzas borrosas.  Allí esta Jesús Cristo, con los brazos abiertos, que nos dice que vayamos hacia él, que él “es” la felicidad.  Junto a la puerta está el Buddha, con una enorme sonrisa, esperando que pase el último de nosotros.
Porque en realidad cualquiera de nosotros puede ser Buddha, cualquiera puede ser Christos.

Ellos dicen que en aquel lugar no hay sufrimiento, no hay dolor.  No hay pasado ni futuro, no hay tiempo.  “El final de los tiempos”, del que hablan todas las religiones, es la iluminación.  Volver al Uno es volver a Dios.  Ser Dios.

Es imposible entenderlo desde los pensamientos.  Nuestra mente dual no puede concebir un pensamiento externo a ella, por eso llamamos a ese lugar la “No-Mente”.

Digamos, para que se entienda, que es una felicidad suprema de bienestar y de amor. Usted, mi querido lector, ya la ha vivido antes.  Solo que no le dió importancia.  Recuerde.


Kenshō

¿Alguna vez observó el amanecer?  Viendo esos hilos de nubes que se desprenden del horizonte, teñidos de ámbar y esos cálidos rayos de sol dando en su rostro.  Recuerde ese momento.  Usted estaba en paz.  No tenía problemas, no importaba lo que hiciera más tarde, solo importaba el presente.  Recuerde ese instante de belleza, ese sentimiento de paz y armonía, de amor.  No había pensamientos, por un momento su mente se silenció y pudo percibir la belleza.
¿Alguna vez caminó bajo la lluvia?.  Sintiendo el agua en sus mejillas, el impacto de cada gota en su cuerpo, el ruido ronco de la lluvia.  Era felíz en aquel momento.  En ese momento estaba presente, consciente de todo lo que sentía.  Estaba en paz, y por eso entendía la belleza.

Son esos momentos “mágicos” en donde por un segundo sentimos la felicidad suprema.  Es una probada del Nirvana, de la iluminación, que se nos da cuando nos olvidamos buscarla.  Es lo que el budismo zen llama “kenshō” (el pequeño satori), un momento de iluminación en que podemos conectarnos con la naturaleza, con Dios.
El Kenshō equivale a tocar la puerta con los dedos, aún no tenemos la llave, pero ya sabemos como encontrarla.
Después de unos minutos (a veces segundos) nuestra mente retoma el control.  Vuelve a producir pensamientos, contradicciones, deseos y miedos.  Volvemos a ser arrastrados por la mente.  

La iluminación, el Paraíso, el Nirvana, el Satori, es ese estado de felicidad que usted ya vivió, pero más intenso y perpetuo.  Eterno.  Vivimos fuera de la mente y la utilizamos a voluntad cuando la necesitamos, como un herramienta.  Entramos y salimos por la puerta, nuestra puerta, y nos nutrimos de los pensamientos más elevados.  Interpretamos el pasado y el futuro, pero no nos obsesionamos con el tiempo.  Ya no hay dolor, el sentimiento de “separatividad” no existe.  No hay ruido de fondo, no hay sufrimiento.

Y siempre queda la puerta abierta para retornar a Dios cuantas veces quieras, hasta que decidas no volver más.


Conclusión:

Creo no contradecir con este ensayo religión o creencia alguna.  Creo que esta parábola describe algo que es común a todas ellas.

En el sentido práctico, no trates de entender o interpretar lo que digo, eso solo alimenta tu mente haciéndola más fuerte.  Si le preguntamos a un pez que es el agua, no sabría que responder; ya que es imposible entender algo sin su opuesto.  No lo pienses, vívelo.

Lo que debes hacer es rodearte de momentos presentes.  Busca tus propios “satoris” en todo lo que hagas.  Busca amaneceres nuevos para ver, lluvias para caminar, campos que correr, gente que abrazar.  Busca la belleza.  La belleza permite que la mente se calme.  Siente la felicidad en cada momento, porque cada momento es único e irrepetible.

Controla tu mente.  Pregúntate que estás pensando, y porqué lo haces.  Toma conciencia de tus pensamientos.  Medita.  Eso facilitará el proceso de acallado de la mente, y tendrás más momentos de felicidad y más intensos.

Suprime el deseo.  La felicidad futura no existe, solo la felicidad presente.  Demuéstrale a tus pensamientos, y a tí mismo, que es así.  Busca una “pequeña” felicidad todos los días.  Esa pequeña felicidad llena mucho más que cualquier promesa futura.

Levántate feliz todos los días, y por la noche, agradece la vida.
Si la iluminación es un deseo, también debe ser acallado.

OM TAT SAT


J.-