4.08.2012

Una noche de otoño.


Suelo no escribir cuentos, no soy bueno con las moralejas.  Pero esto sucedió en verdad, y de un modo extraño.  El destino a veces muestra el camino con cierta ironía.  Para Borges, Dios jugaba con los hombres.  El director de la Biblioteca Nacional estaba ciego, al igual que el creador del telescopio.  El mejor músico de todos los tiempos era sordo.  La persona que más habló de amor al prójimo, murió crucificada; un día como hoy, hace casi dos mil años.
Es la “magnífica ironía” de Dios.

Por un momento creo haber percibido su agridulce humor, y quiero contarles como.


Había una vez...

Viernes de otoño.  La modorra del feriado no se iba.  Había quedado con una amiga para vernos aquella noche... y estaba llegando tarde. Siempre lo hago.  Es tan mala costumbre que hasta a mí ya me molesta, la estoy tratando de corregir.  Pero al hacerlo entro en conflicto con unas de mis primeras enmiendas: “No hay tarde ni temprano, siempre es el momento justo”.  La mente justifica todo, y casi siempre me convence, así que no me apuré.
Salí de casa y me detuve en la esquina frente a Patio Olmos.  Respiré profundo un par de veces, quería llenar los pulmones con el olor al agua fresca.  Hace un mes que esa fuente está en medio de la calle y aporta cierto cáliz surrealista al lugar.  Escucho el ruido del agua por las noches.  Siempre me gustaron las fuentes.
Esa vieja tradición de tirar monedas en los pozos de agua proviene desde antes del cristianismo.  Una vieja tradición pagana donde se ofrecía un tributo al dios del agua.
Yo comparto esta idea.  Para los astrólogos, yo soy agua.

Allí me percato del silencio, ¡no había nadie en el centro!  Salvo unas cuantas personas, las que habría un domingo a las tres de la madrugada... digamos nadie.  Todas las calles estaban cortadas.  Junto al ruido del agua, una música triste y lúgubre sonaba de fondo.  Pretendía ser épica con golpes de bombo, pero solo era triste.  

Me ajusto la mochila y comienzo a subir por Yrigoyen en dirección a Plaza España.  Siempre por el medio de la calle, es uno de los pequeños gustos que me doy cuando el centro está cortado.  Ah, y no les dije:  todas las luces estaban apagadas.  

Yrigoyen era “una boca de lobo” diría mi tía.  No había autos, ni luces, ni gente y sonaba aquella música como las del cine de suspenso.  A lo lejos, cien metros delante, se recortaba la silueta de una multitud de personas, cientos, quizás miles. Con su mirada en alto, sin decir ni pronunciar palabra alguna, parecían “zombies”.  Se habían convocado en la esquina de Obispo Trejo, y no sabía porqué.  Me ajusto un poco más la mochila y trato de flanquear a la multitud por la derecha.  Me es imposible, toda esa gente está agolpada a las puertas del Obispado de Córdoba.  
Desisto.  Vuelvo hacia atrás, cruzo cerca de unos jóvenes que miraban perplejos algo por sobre mi cabeza.  Todos tenían su mirada perdida, como hipnotizados.  Muchas personas mayores, pero también habían jóvenes y familias completas.  Nadie hablaba, nadie se movía.  Sólo miraban.

Sobre el frente del Obispado, unos tres largos pendones de tela blanca colgaban sobre la línea de los balcones.  Sobre los lienzos, a modo de cine, se proyectaban ciertas imágenes alusivas a la pasión de Cristo y su calvario.  Sus imágenes me recordaron mi niñez católica y la importancia que esa religión le da al Vía Crucis.  Allí estaba el Cristo llevando su cruz hasta el Gólgota.  Y apareciendo José de Arimatea (o El Sirineo, no recuerdo bien), para ayudarlo a cargarla.  A cada imagen de dolor correspondía un golpe musical.  Sentía cada imagen como un golpe al alma.  Lo digo siempre y lo repito una vez más:  La vida de Jesús me da mucha pena y dolor; no puedo seguir una religión que me entristece, que me pone mal.  Por eso sigo buscando a Dios por otros modos.

“Mirá... en el balcón!”, susurró una mujer a su marido.  Figuras de actores vestidos de negro caminaba de un lado a otro, se asomaban de a turnos por las ventanas, como los títeres de un teatro.

¡Suficiente! Tenía que salir de esa gente, escapar del dolor.  Era como una sombra lúgubre que trataba de retenerme.  Lo primero que pienso: “¡Acá hay chicos!, ¡¿como pueden mostrarles tanto dolor?!”  Me abro paso con algunas disculpas y ni bien salgo de la gente apuro el trote.  Yrigoyen es una calle en subida, unos metros más adelante volteo para tener un mejor ángulo de la situación.  Y allí lo entendí.

Todas aquellas personas estaban viendo un juego de sombras.  Falsas proyecciones de figuras, dibujos, cuadros, actores manejados como títeres... nada real.  Para Platón, aquello era el Mito de la Caverna. Y entendí que tenía que seguir caminando, no podía hacer nada por ellos.

Plantón, cuenta en la República que un grupo de personas vive su existencia atrapados en el fondo de una caverna.  Allí pasan todas sus vidas sentados, atados de pies y manos, viendo un extraño juego de sombras que se proyectan en una de las paredes.  Ellos creen que esas imágenes son reales, ya que las vieron toda su vida.  Pero la realidad está muy lejos de aquel lugar.
Los Amos de la Caverna juegan con las sombras, con las ideas.  Nos dicen que pensar y que hacer.  Se ponen frente a una luz y con pequeñas marionetas entretienen a la gente.  Y la gente así, se convierte en marioneta.
Me sentí bien escapando de aquel lugar.

Yrigoyen seguía a oscuras, tan solitaria como dos cuadras atrás.  Como he dicho, me gusta caminar por el medio de la calle.  Bien por el medio... pisando la línea punteada.  Me da cierta idea de equilibrio, de armonía.  Cuando camino me siento como kung-fu, como Sócrates, como el Buddha, incluso como el Cristo.  Todos caminaron mucho y encontraron su iluminación caminando.

Me hago presente.  Siento en mi rostro una brisa fresca que viene desde el sur.  La luna llena acaba de salir y aun conserva su gran tamaño y su color anaranjado.  A mi izquierda, la torre de los Capuchinos se recorta junto a algunas estrellas.  Nunca me pareció estar tan cerca de París.
No había autos, como he dicho, tampoco gente.  Solo el ronroneo lejano de la ciudad, mi respiración profunda y el ruido opaco de los cascos de un caballo.

Directo a mí, a cien metros, venía un carro de ciruja tirado por un tobiano.  Su figura se recortaba por algunas luces lejanas.  Venía por el medio de la calle, igual que lo hacía yo.  Clac, clac, clac... Bajando por Yrigoyen, en medio de la oscuridad.  Clac, clac...  Un carro de madera deslucido y percutido por el tiempo.  Clac... Encima del carro venía un persona parada recta, mirando el horizonte.
Clac...
Era Jesús.

Tengo que confesar que ya se estaba poniendo feo.  Si bien me gusta el surrealismo, también me asusta un poco.  Encontrarme a Jesús un viernes en Nueva Córdoba (frente al Farmacity) no es mi idea de la iluminación (Como el Farmacity tampoco es mi idea del Paraíso, por más luces que les pongan).

Jesús venía parado en la caja del carro, mientras un humilde cochero golpeaba las riendas de un caballo viejo.  A su derecha e izquierda, veían sendos policías de uniforme.  Pienso que uno de ellos cumplía su rol de Buen Policía, y el otro de Mal Policía (¡!). Me divierte la metáfora.

Un Jesús moreno, de treinta y tantos años extendía los brazos tratando de no perder el equilibrio.  Vestía algunas túnicas viejas de colores oscuros y una remera blanca.  Se acomodó la barba ni bien cruzó San Lorenzo.  Tampoco era real.  

Siguió unas cuadras y llegó a las puertas del Obispado.  El grupo de personas que seguía en trance tardó en responder con aplausos.  La Parusía, la promesa de la reencarnación finalmente les había llegado.  El Hijo de Dios volvía para liberar a los creyentes.
Yo no pude ayudar a aquella gente, y salí corriendo.  Quizás, él si pueda.
Ojalá.

Volví al centro de la calle y seguí rumbo a parque.  Con más firmeza que antes.  Con paso seguro sabiendo que más adelante me encontraré al Verdadero.  Quizás a la vuelta de Plaza España.


Moraleja

Aquel Cristo (me enteré después), fue vapuleado, humillado, tirado al piso, azotado... le pusieron una corona de espinas y lo obligaron a cargar la Cruz hasta la Plaza San Martín donde finalmente fue crucificado.  Pidió a Dios que nos perdonara, como todos los años.  Ese es el fin de toda esta pantomima.  Todo esto sucedió frente a una multitud de personas que le aman y le adoran como a un Dios.  No quiero imaginarme lo que le harán al Diablo cuando lo encuentren.

Como todos los años, nadie le ayudó.  Es necesario que alguien pague por nuestras culpas.  Una vez muerto, los fieles volvieron a sus casas felices, con la fe renovada hasta el año siguiente.

También fue una noche feliz para mí.
Bailé descalzo en el pasto, canté, me reí mucho.  Aprendí un poco más del amor y fui libre bajo la luna.

J.-

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