7.27.2010

Un par de medias a rayas


El maldito espíritu festivo me ahoga todos los años. La navidad hoy no tiene para mí la importancia que alguna vez tuvo. Creo que crecí, me hice adulto. Me di cuenta de ello la vez que dejé de recibir muñecos, y recibí un par de medias a rayas.

Legalmente ya era "mayor", ya formaba parte del grupo que sabe la verdad: los adultos. Comencé a formar parte de una gran pantomima, un actor más de un gran teatro formado para robarle la sonrisa a un niño. Si el fin es bueno, no importa cómo se logre.

Pero como buenos samaritanos, las buenas acciones deben quedar ocultas. Creemos que esa es la verdad de una buena acción. E hicimos responsable de todos los agradecimientos a un gordo barbudo vestido de rojo.

-¿Pero donde vive? - preguntaron los niños que al igual que el principito, nunca olvidan una pregunta después que la formulan.
- En el polo norte - ¿No podría ocurrírsenos algo más lejano acaso?... ¿Porque no Copina?
-¿Y cómo llega?
- Tiene renos voladores y cae del cielo por la chimenea

Nunca vi en mi vida un reno, y creo que nunca en mi vida tampoco vi una chimenea. Pero no importa, los chicos lo creen, esa es su obligación, creer todo lo que dicen los adultos.

Pero no fue suficiente. Envidiamos al gordo barrigón (y la gratitud que recibía de los niños), y lo hicimos como nosotros: justo. El gordo se convirtió en juez de los niños.

- Debes portarte bien - le dijimos a los niños.

¿Qué es el bien? ¿Acaso es malo querer seguir jugando un rato más en la pileta? ¿Acaso es malo comer helado hasta que te duela la cabeza?

Pero no nos fue suficiente, les enseñamos el valor del soborno.
Todo un año de esfuerzos, de notas perfectas, de comportamientos intachables, de ayudar a las viejas a cruzar la calle. Todo un año de sacrificio en la vida de un niño es mucho tiempo, y solo para obtener el ultimo Max Steel: el que tiene una súper ametralladora.

También les enseñamos la codicia de esperar cada vez mejores (y más caros) regalos. Porque, nuestros hijos, deben tener los mejores regalos de la cuadra.
Les enseñamos a pedir, a escribirlo en un pedazo de papel como si se tratara de un contrato, y a exigirnos del modo más descarado el regalo prometido. No importa, no tiene valor. En media hora se aburrirá y el trofeo terminará con el resto de los viejos juguetes. Da lo mismo, nunca tuvo valor, sólo cayó del cielo.

Hoy redescubrí la navidad.

No es un gordo barbudo se los puedo asegurar. No viene envuelto en brillantes colores metálicos, ni trae una ametralladora. Hoy traté de tocarlo y no pude... pero les juro que estaba allí.
No sé cómo explicarlo... hoy cumplió un año, nueve meses y veintiséis días. Este es el tiempo total de su existencia al día de hoy. En tiempo de nosotros los adultos, obvio.
Vio crecer un árbol en el living de su casa en una sola mañana y no se sorprendió, porque esas cosas pasan cuando se es niño.
Y crecieron de él cientos de bolitas rojas y plateadas. No tuvo que preguntarlo, la magia existe cuando tus ojos son puros. Esas cosas pasan.

Pero la mayor alegría fue a la noche, cuando el árbol se lleno de luces rítmicas; cordones de brillantes luciérnagas que destellan su vientre por turnos, una y otra vez.
Abrió la boca en un asombro autentico, se quedó mirando el árbol sin decir una palabra por dos minutos... en tiempo de adulto. No puedo imaginarlo en tiempo de un niño.
Sus ojos se abrieron como dos bolas de espejos y se llenaron con un millón de puntos luminosos. En sus ojos brillaba el cosmos, destellos tintineantes de colores imposibles de creer, galaxias que nunca había visto que se formaron sólo en dos minutos... y de todas ellas, solo pudo ver la que creyó la más hermosa, una chiquita y pálida que había quedado prendida junto al tronco de madera.

--¡Mira tío... una estrella!

Ojala nunca hubiera recibido ese estúpido par de medias a rayas.


7.15.2010

Breve historia de la intolerancia


“La intolerancia religiosa nació inevitablemente con la fe en un único dios”.
Sigmund Freud.

Había una vez, cerca del mar mediterráneo (lo que ocupaba Roma y Grecia en aquel entonces), una civilización donde todos los dioses tenían un lugar.  Había un panteón para Zeus, otro para Afrodita, otro para Neptuno.  Y cada habitante, tenía el derecho a adorar a quien quisiera, del modo que quisieran.  Le llevaban comida, oraban y hacían los rituales correspondieres para aplacar la ira de de sus dioses.  Incluso, los tributos podían ser sexuales y hasta orgiásticos (cabe recordar las Afrodisis).
No solo había dioses físicos u antropomórficos, también se podía adorar a un árbol, a una roca, a un río, incluso había un templo para adorar “al dios desconocido”, aquél que sin saber su nombre, también existía.
Se podría creer en uno o muchos dioses, o simplemente, no se creía en ninguno.  Y el César no castigaba a nadie por ello.  El César no era el hijo de ningún Dios, no representaba a ninguna iglesia o religión, no había unión entre religión y estado.
Ésta fue la era del politeísmo, donde todas las religiones y creencias convivían sin roses ni envidias.  Los paganos, rogaban salud y felicidad, oraban por justicia y misericordia.  No dictaban a los demás, que dios adorar ni que sacrificios hacerle.  Ningún dios, exigía la muerte de ningún hombre.

Pasado algunos años, al comienzo de nuestra era, después de la muerte de un Nazareno, algunos habitantes comenzaron a adorarlo como “el hijo de dios”.
Este grupo se hizo cada vez más grande, y su carácter violento llevó a varios conflictos sociales.  Promulgaban que había un sólo dios, el que ellos adoraban.  En palabras de Zacarías “no son dioses”, o peor aún “son demonios” en palabras del apóstol Pablo.
Para los primeros monoteístas, la posibilidad de elección no es más que una oportunidad para el error.
Los primeros rigoristas, fanáticos o “soldados cristianos”, recorrían las calles con palos y garrotes golpeando a cualquiera que adora los demás dioses.  Destruían los templos, rompían las estatuas y quemaban las casas de quien se les opusiera.  Dios, exigía la muerte de judíos, herejes y paganos.
El césar, buscando una tregua los llamó a su presencia y les preguntó: “como se llama vuestro dios, haremos un templo para que puedan adorarlo pacíficamente”.  Ellos respondieron “nuestro dios no tiene nombre, es único, es Dios”.  Y así el sustantivo se convirtió en nombre con D mayúscula.

Esta proto-religión que comenzaba a florecer (y tendría su ápice en la promulga de Constantino, s.IV), tenía una gran diferencia respecto a las otras: la personificación del mal, un personaje grotesco, llamado Belcebú, lucifer, o simplemente “diablo”.  Además de todas las inequidades que una mente perversa pudiera imaginar, este demonio tenía el peor de los pecados que se pudiera cometer en esas tierras: la traición.

Las religiones hasta ese momento no tenían en sus cosmogonías un símbolo tan claro de la maldad.  Los griegos creían que el bien y el mal formaban parte del alma humana, por ello sus dioses también eran humanos (con los mismos deseos, las mismas inequidades, la misma bondad o maldad).  Otras creencias más antiguas también avalaban este principio (allí está el Indostan que derivó siglos después en el Budismo).  Incluso en culturas más antiguas (egipcia, maya, inca) los dioses tenían atributos, obligaciones, jurisdicciones, pero nunca había una diferencia moral.  Por ejemplo, Afrodita y Ares eran los dioses del amor y de la guerra respectivamente, no había uno mejor que otro, no había bien y mal.

El problema yace en que un pensamiento tan totalitario y rigorista, tarde o temprano termina generando intolerancia.  Creer que hay un bien y mal absoluto, mentalmente nos posiciona en que formamos parte del “bien”, y por ende cualquier pensamiento contrario al nuestro, forma parte del “mal”.
El “bien” lo conforma la familia, la Iglesia, las santas escrituras, los hijos, Dios y el amor tradicional hombre-mujer.  El “mal” está corporizado por todo lo demás.
Además, el rigorismo religioso casi al borde del fanatismo, obliga a sus seguidores a destruir los demonios y dedicar sus vidas a una guerra santa.

Lamento deciros, que la guerra no está en otro lado que en vuestras cabezas.  Que el demonio, al que tanto le tienen miedo lo inventaron ustedes.  Que vivir con miedo no deja desarrollar plenamente el alma.  Que la polarización del ideas, solo lleva al odio.

Entiendan que hay tantos dioses como personas hay en el planeta.  Entiendan que cada uno de nosotros lo adora como creemos conveniente, y muchos estamos seguros, que el mejor modo es siendo felices.

Él, sólo quiere que seamos felices.

7.13.2010

Mi hermano peruano


El sol apenas había pasado su cenit, el día parecía feriado, las calles estaban vacías a pesar que corría un viento calido de este.
Lo conocí en una esquina, a pocos metros de uno de los bares más respetados de la ciudad andina, la que alguna vez fue el “ombligo del mundo”.  De aquel lugar había sido expulsado por uno de los mozos después de que un cliente extranjero discutiera con él y lo tachara de “drunk”.
Era pequeño, de pelo corto y rostro curtido.  Vestía ropas viejas (limpias y en buen estado), un chaleco color caqui, un pantalón que le quedaba holgado.  No me imagino a que se dedicaba, quizá su único trabajo consistía en estirar la mano y esperar unas cuantas monedas.
Salió del lugar prácticamente empujado por el mozo, recuerdo su camisa negra como una gran sombra a espaldas de aquel pequeño hombre.  Con el rostro lleno de lágrimas cruzó la calle, hasta la mencionada esquina, mi esquina.
Se acercó, certero, directo, de frente; no como quien vienen a pedirte una moneda, sino como un niño que corre asustado a unos brazos amigos.  Rondaba los cuarenta años, o quizás un poco más, no se distinguir la edad en los rostros andinos.  Su cuerpo era un poco encorvado, los hombros tirados hacia delante, como si llevara la pesada mano del destino a sus espaldas.
Sus primeras palabras solo fueron un llanto, una bocanada que terminó en una mueca de dolor.  Pasado unos segundos, ese dolor también se hizo mío.
--“Mi señora… hospital…” pudo decir mientras tragaba su angustia.
--“¿Necesitas dinero?” pregunté.
Él estiró su mano, pienso que en un acto reflejo.  Yo busqué en mi billetera todas las monedas que tenía… talvez siete u ocho soles en total.  Se las di en un manojo, un puñado metálico que hizo un ruido seco… pero él no soltó mi mano.
Se había encorvado más que antes, tenía mi mano entre las suyas.  Con un gesto lento y respetuoso, se llevó mis nudillos a su frente y allí retuvo mi mano hasta que sentí la humedad de sus lágrimas mojar mi mano.
--“Mis hijos…” talvez dijo, o eso creí escuchar.
Pocas veces he visto en mi vida tanto dolor y tanta angustia.  Tanta necesidad de afecto y comprensión.  Aquel hombre difícilmente podía caminar, como he dicho, cargaba en sus hombros la pesada mano del destino.
Fue un segundo, sentí que lo tenía que hacer y lo hice.
Lo traje entre mis brazos y lo abracé fuertemente.  Mentiría si dijera que se resistió.  En mis brazos su torso era más pequeño, más frágil y hasta huesudo.  Lo rodeé con ambas manos, pero era como abrazar el aire.  Él no intentó devolver el abrazo, pienso yo que me guardaba algún tipo de respeto, o quizás estuviese asustado.
En ese momento rompió a llorar, sus piernas se aflojaron un poco, pero yo estaba allí para sostenerlo.  Lloró tanto y casi a gritos, sus mocos húmedos se pegaron en mi remera (lo sabía y no importaba).
La angustia salió expulsada de su pecho, lo pude sentir casi arañando el mío.  Saben a que me refiero, es un momento de liberación, de desahogo, es casi como un orgasmo.
Finalmente me abrazó, y con un llanto más contenido me dijo:
--“Gracias, gracias… te amo hermano.  Nunca voy a olvidar lo que hiciste por mí”.
Lo separé un poco de mis brazos y pude verlo más fuerte, con la mirada un poco más alta.  Le di la mano, le deseé suerte, y le dije que fuera al hospital y le diera un abrazo igual a su señora.
Hice unos pasos y me fui, lo dejé en la esquina, parado, mirándome igual que antes, pero un poco mas erguido, el peso en su espalda era mucho más pequeño.  Caminé unos metros, cuando volteé ya no estaba.   Aquel hombre me había dejado un hueco en el pecho, se había llevado algo de mí (más bien pienso que se lo regalé en aquel abrazo).  A los minutos yo ya estaba bien, las lágrimas en mi remera ya se han lavado.  Ojala lo que haya dado, aún lo conserve aquel hombre.

Sus palabras son las que me persiguen hasta hoy “Te amo hermano.  Nunca voy a olvidar lo que hiciste por mí”.  Les juro, que estas palabras son verdaderas.  Hoy me siguen porque aún quiero entenderlas.
Si bien es bastante raro que un extraño te abrace en la calle, más raro es decirle que lo amas.  ¿No?  Eso me conmovió, eso lo entendí como una señal.  Como el premio de algo que estaba haciendo bien.
Y mi otra pregunta es “¿que hice por él?”, ¿acaso fue darle un abrazo?  Creo que fue mucho más que eso, lo traté como persona.  Me preocupé por él, lo miré a los ojos y lo abracé.  Eso era lo que realmente él necesitaba, y no el dinero.

Estamos demasiado apegados a lo material, y muchas veces creemos que soluciona nuestras mayores carencias afectivas.  Mejor dicho de este modo: Damos dinero a algún desconocido porque dentro nuestro pensamos “¡que buena persona que soy, que altruista!”.  Pero en realidad lo que hacemos es pagar una falsa sensación de superioridad.  ¡Hipócritas!  Y por el otro lado, por quien estira la mano para pedirlo, piensa “Estoy en mi derecho, me lo merezco por no ser tan afortunado”.
Y así sigue el círculo, ambas partes ganan.  No cuesta nada cambiar un poco de dinero por superioridad, y un poco de lástima por dinero.
El dinero como dádiva no soluciona nada.

Piensen que hay gente que esta mal, que sus carencias no son económicas sino afectivas.  Que lo único que necesitan es un abrazo, que todos y cada uno de nosotros se lo podemos dar, pero que ninguno de nosotros siquiera nos detenemos a mirarlos, porque los consideramos basura.  Piense cuantas veces se han sacado un problema con dinero.  Cuantas veces mandaron un regalo para no ir personalmente.  Cuantas veces llegaron tarde a buscar a sus hijos y lo compensaron en su mesada.  Cuantas veces para arreglarse con su novia le terminaron comprando algo bonito.  Es exactamente lo mismo, la misma clase de hipocresía.

Desde la distancia, antes del olvido, quiero hablarte a ti querido amigo.  Talvez tus lágrimas me acongojaron, pero quiero decirte que también te amo, que mi abrazo fue sincero, que yo tampoco nunca me voy a olvidar de ti.
Me has enseñado a ser mejor persona, y me has acercado un poco más a la “tan buscada respuesta”.

Gracias hermano.  

7.11.2010

Los miedos


Todos tenemos miedo.  Yo, particularmente, lo tengo de todo, y casi todo el tiempo.  Tengo miedo de las enfermedades que posiblemente tengo, tengo miedo de la calidad de los productos que como, tengo miedo al posible asalto callejero, tengo miedo del colectivero que hoy durmió poco, tengo miedo que un error me depare una condena, tengo miedo a las serpientes, a los lobos, a las arañas… a la enfermedad y a la muerte, tanto como a la vida.
Todos tenemos miedos.  Nacemos violentamente, desnudos, con un fuerte golpe en las nalgas, tratando de escupir el líquido de nuestros pequeños pulmones.  ¿Cómo no vamos a tener miedo de lo que viene después?

Los miedos son los recuerdos de nuestras experiencias, las heridas de nuestra historia.  Quien no ha sido picado por una araña, quien nunca se ha caído de un árbol, quien nunca se dio un porrazo con la bici, quien a nunca lo ha mordido un perro o lo ha arañado un gato, quien nunca perdió una mascota bajo las ruedas de una auto… ese “quien” no es hoy una persona fuerte.
Tampoco nosotros, los que fuimos vencidos por el miedo y nunca más nos subimos a un árbol, a una bici, a un caballo y cambiamos las mascotas por muñecos. 
Ni decir de los miedos “heredados”.  Tengo miedos que no son míos… tuve miedo a no aprobar la escuela, a chocar el auto de papá, a las enfermedades, a la inflación, a la devaluación, al comunismo, al movimiento hippie y hasta a los ingleses.

Miedos, miedos, miedos.  Somos personas que tenemos más problemas de la piel para dentro que de la piel para fuera.  Nuestra alma está corrompida y mordida por cientos de miedos que no la dejan crecer ni moverse libremente.  Algunos tenemos tantos miedos, que ya no queda especio para un alma.

Esta es la verdadera causa de todos nuestros problemas.  La razón de la que seamos infelices trabajadores sociales, haciendo todos los días los mismo, una y otra vez, siguiendo el camino que sigue la mayoría.  Por miedo a estar solo.

Los manipuladores sociales (medios masivos, gobierno, escuelas y religión), explotan estos miedos para “obligarnos” a comprar, usar, vestir o votar.  Sólo buscan control y poder social.  Te amenazan con la cárcel, con la quiebra, con una mala nota, incluso te amenazan con el infierno, mientras te hacen comprar cientos de productos para evitar las enfermedades y llevar la “felicidad” a tu mesa.
Somos una sociedad dócil, obediente, que sigue las reglas establecidas y que no protesta por sus ideales… porque somos hombres y mujeres con miedo.

Los miedos forman una parte importante del alma, son los recuerdos, el pasado o la parte oscura.  Pero también hay otra parte (y diría que más importante) que los complementa, que depende de ésta primera para crecer: la autoestima, la creencia en el destino, el futuro, la parte clara.

La parte oscura está para hacer más fuerte la parte clara, los miedos están para construir una estima más fuerte y sólida.  Son pruebas que el alma necesita para sentirse segura de si misma.  Los miedos están allí para superarlos, no para acumularlos.
Si tengo miedo a las serpientes, iré a un serpentario hasta poder tocar una; si tengo miedo de los perros, adoptaré un perro y lo amaestraré; si tengo miedo a perder el trabajo, lo dejaré para buscarme otro; si tengo miedo a estar solo, dejaré el mundo para estarlo; si tengo miedo a la enfermedad, cuidaré un enfermo; si tengo miedo a la muerte, miraré un muerto a los ojos.

Un miedo es como una tapia que no nos deja ver.  Hay que romperla, borrarla, destruirla… siempre atrás de una gran miedo hay un gran premio, una gran bola de luz que nos ayuda a hacer nuestra estima mucho mas fuerte.

Sigamos buscando nuestro camino.

7.06.2010

La casa de los doce



La evolución social de la humanidad tiene distintos estratos y momentos, donde su comportamiento tiene notorias características.  Uno de los puntos de inflexión más grandes se sitúa en la época llamada “el hombre de Cro-Magnon”.
Digamos que hasta esa época (40.000-10.000 a.c.), los hombres tenían comportamientos nómades.  Vivían en grupos pequeños, que se movían de un lado hacia otro en busca de mejores climas, o temporadas más propicias para la caza o la pesca.  No practicaban la agricultura (ya que su estilo de vida se lo impedía), pero sí una ganadería simple y rudimentaria (a veces llevaban con sigo algunos animales que les daban leche y hacían queso).  Sus pertenencias eran sus pocas vestimentas y una carpa para dormir.  No tenían muchos hijos.  Sólo los que podían cargar. 
Algunos pueblos de Asia aún hoy viven de este modo.   Los mongoles recorren la tierra buscando lo que la naturaleza las brinda.

Algunos hombres se cansaron de viajar y comenzaron a vivir en cuevas, y así formaron los primeros pueblos sedentarios.  Descubrieron que los frutos variaban su cantidad y calidad de acuerdo al frío y a las lluvias, y así descubrieron la agricultura.  Comenzaron a organizar todas sus actividades en función del año solar (quien regia las temporadas de siembra y cosecha).  Cultivaron la tierra, más de lo que necesitaban, y de ese modo pudieron comer granos en invierno.  Crearon grandes tambos para guardar esta cosecha.  La cosecha siguió aumentando y el tamaño de los tambos también, ya que había que protegerlos del frío, de la lluvia y de los animales pequeños.
También pudieron criar cientos de animales en terrenos cercados y así inventaron la ganadería.
Entonces, se necesitaron más manos para trabajar la tierra, y los hombres sedentarios tuvieron todos los hijos que pudieron, y a eso llamaron “prole”.

Pero no todos los hombres tuvieron esta posibilidad de trabajo y acopio, y la sociedad comenzó a dividirse en estratos sociales de acuerdo a la cantidad de sus “pertenencias”, y estas diversas clases (sumando a pueblos cada vez más numerosos) comenzaron a necesitar jefes, gobernantes y reyes.  Y por contraposición de la riqueza, nació la pobreza.  Y los pobres desearon a los ricos, y nació la envidia, y con ella el hurto y el robo.

Y el hombre tuvo miedo del hombre.  Y las armas que había usado para cazar, ahora las uso para matar.  Mató por seguridad, la primera vez, pero luego mató por miedo, mató por honor y hasta mató por poder.  Y el hombre se convirtió en el mayor miedo del hombre.

Tiempo después descubrió el hierro, el cobre y el oro.  Y con ellos no solo perfeccionó su seguridad y sus armas, sino también descubrió un modo de trueque más seguro y eficaz para el intercambio de objetos.  Y los ricos, se hicieron más ricos, y ahora se hicieron poderosos.

Se crearon caminos para trasladar el grano y la carne.  Se crearon vehículos para el traslado.  Hombres que manejaran esos vehículos.  Otros que los protegieran.  Otros que los repartieran.  Otros que los vendieran.  Cada uno con su rol específico, muchas veces heredado de padre a hijo.

Pero si hay hombres pobres, también hay pueblos pobres.  Y entonces se desató la guerra por la comida, la guerra por el terreno y la guerra por el poder.  Pueblos enteros murieron bajo espadas que se alzaban en nombre de un dios o de una raza.

Y con el tiempo el hombre se olvidó de vivir, su vida se convirtió en su función social, su vida estaba valorada en cuanto producía.

El hombre, llegó a nuestros días ocupando cada minuto de su día para tener más.  Formando su propia estima en la valoración social que de él se tiene.  Trabajando para otros, siempre para otros.  Teniendo miedo al robo, teniendo miedo a la muerte.
Todos los males de la sociedad, todos los pecados que las religiones castigan, todos los miedos, la envidia, la codicia, el robo, los secuestros, todo lo que nos avergüenza de nosotros mismos, fue creado directa o indirectamente por los pueblos sedentarios, por el miedo a no tener comida en invierno, por la falta de confianza en el destino.  Y nosotros hoy, lo alabamos y glorificamos bajo el nombre de “capitalismo”.

En Cusco conocí un grupo de nómades (prefiero llamarlos de este modo).  Eran doce, vivían en una casa y solo los unían algunas costumbres, el idioma y un falso natalicio.  Solo llevaban algunas ropas, una bolsa de dormir y los mas afortunados un par de libros.  Algunos hacía meses que estaban allí, otros hacía años que recorrían la tierra.  Todos sabían que era un lugar de paso, porque en esos momentos la “cosecha” era buena.  Algunos vendían té de manzanilla en las plazas, otros deleitaban con malabares a los afortunados vehículos que se paraban en las esquinas y otros vendían sus canciones (tangos y chacareras) a quien quisiera escucharlas por unos cuantos soles.
Comían y dormía juntos.  Y el poco dinero que ganaban, lo gastaban juntos.
Pocas veces he visto gente con tanta felicidad, gente sin miedo ni envidia, que confían en ellos y en su destino que les dará todo lo que necesitan.  Gente con tantas ganas de vivir y de viajar, que contagiaron mi propia alma.
Donde quieran que estén ahora, les deseo la buena fortuna que seguramente tendrán.
¡Salud a la casa de los doce argentinos!

J.-